martes, 29 de junio de 2010

PINTURA BARROCA DE ESPAÑA (1º parte)



Diego VelázquezLas Meninas o La familia de Felipe IV, 1656, óleo sobre lienzo, 310 cm × 276 cm, Museo del Prado.

Juan de Valdés LealIn ictu oculi, una de las Postrimerías, 1672, óleo sobre lienzo, 220 cm x 216 cm, Hospital de la Caridad de Sevilla.
La pintura barroca española es aquella realizada a lo largo del siglo XVII y primera mitad del siglo XVIII en España. La reacción frente a la belleza en exceso idealizada y las distorsiones manieristas, presente en la pintura de comienzos de siglo, perseguirá, ante todo, la verosimilitud para hacer fácil la comprensión de lo narrado, sin pérdida del «decoro» de acuerdo con las demandas de la iglesia contrarreformista. La introducción, poco después de 1610, de los modelos naturalistas propios del caravaggismo italiano, con la iluminación tenebrista, determinará el estilo dominante en la pintura española de la primera mitad del siglo. Más adelante llegarán las influencias del barroco flamenco debido al mandato que se ejerce en la zona, pero no tanto a consecuencia de la llegada de Rubens a España, donde se encuentra en 1603 y 1628, como por la afluencia masiva de sus obras, junto con las de sus discípulos, que tiene lugar a partir de 1638. Su influencia, sin embargo, se verá matizada por la del viejo Tiziano y su técnica de pincelada suelta y factura deshecha sin la que no podría explicarse la obra de Velázquez. El pleno barroco de la segunda mitad del siglo, con su vitalidad e inventiva, será el resultado de conjugar las influencias flamencas con las nuevas corrientes que vienen de Italia con la llegada de los decoradores al fresco Mitelli y Colonna en 1658 y la de Luca Giordano en 1692. A pesar de la crisis general que afectó de forma especialmente grave a España, esta época es conocida como el Siglo de Oro de la pintura española, por la gran cantidad, calidad y originalidad de figuras de primera fila que produjo.

Características

Clientes y mecenas

La iglesia y las instituciones con ella relacionadas (cofradías y hermandades), así como los particulares que encargaban pinturas para sus capillas y fundaciones, continuaron constituyendo la principal clientela de los pintores. De ahí también la importancia de la pintura religiosa, que en plena Contrarreforma se usará como un arma al servicio de la Iglesia Católica. Los pintores que trabajaban para ella se vieron sometidos a limitaciones y al control de los rectores de los templos en cuanto a la elección de los asuntos, como es lógico, pero también en el modo de tratarlos, siendo frecuente que en los contratos se propusiesen los modelos que el pintor debía seguir o se hiciese constar la necesaria conformidad del prior. En sentido contrario, trabajar para la iglesia proporcionaba al pintor no sólo una considerable fuente de ingresos, sino prestigio y consideración popular al hacer posible la exposición pública de su trabajo.

Juan Bautista Martínez del MazoUn estanque en el Buen Retiro, 1637, óleo sobre lienzo, 147 × 114 cm. Museo del Prado.
En segundo lugar ha de considerarse el patrocinio de la corte, que en el caso de Felipe IV permite hablar de un «verdadero mecenazgo». Desde Madrid Rubens escribía en 1628 a un amigo: «Aquí me dedico a pintar, como hago en todas partes, y he hecho ya un retrato ecuestre de Su Majestad, que le ha complacido mucho. Es verdad que la pintura le deleita extremadamente, y en mi opinión este príncipe está dotado de excelentes cualidades. Tengo trato personal con él, pues, como me alojo en palacio, viene a verme casi todos los días». La decoración del nuevo Palacio del Buen Retiro dio lugar a importantes encargos llevados a cabo con premura: a los pintores españoles se les confió la decoración del Salón de Reinos, con los retratos ecuestres de Velázquez, una serie de cuadros de batallas, con las victorias recientes de los ejércitos de Felipe IV, y el ciclo de Los trabajos de Hércules de Zurbarán, en tanto en Roma se encargaron a artistas norteños, entre ellos Claudio de Lorena y Nicolas Poussin, dos series de países con figuras para la Galería de los Paisajes. Otro ciclo fue el encargado en Nápoles a Giovanni LanfrancoDomenichino y otros artistas de más de treinta cuadros de la historia de Roma, al que pertenecía el Combate de mujeres de José de Ribera.La prohibición de trasladar cuadros de otros palacios reales y las prisas de Olivares por completar la decoración del nuevo palacio forzaron a la compra de numerosas obras a coleccionistas particulares, hasta totalizar los cerca de 800 cuadros que colgaron de sus paredes. Entre los vendedores se contaba Velázquez, quien en 1634 vendió al rey La túnica de José y La fragua de Vulcano, pintadas en Italia, junto con algunas obras ajenas, entre ellas una copia de la Dánae de Tiziano, cuatro paisajes, dos bodegones y otros dos cuadros de flores.
Inmediatamente se procedió a decorar la Torre de la Parada. El núcleo principal estuvo constituido por el ciclo de sesenta y tres pinturas mitológicas encargadas en 1636 a Rubens y su taller, de las que el pintor dio los diseños y se reservó la ejecución de catorce. Los paisajes, vistas de los sitios reales, se encargaron en esta ocasión a pintores españoles (José LeonardoFélix Castelo y otros), y Velázquez contribuyó con los filósofos Esopo y Menipo y el retrato de Marte.
El viejo Alcázar también vio notablemente incrementada su colección de pintura. Algunas de las nuevas adquisiciones del monarca despertaron por igual admiración y quejas; así, cuando en 1638 salieron de Roma La bacanal de los andrios y la Ofrenda a Venus, dos de las obras más admiradas de Tiziano, hubo un coro de protestas entre los artistas de la ciudad. Se procedió además a una reordenación de sus fondos, con la participación de Velázquez, dando prioridad a los criterios estéticos. Así, en la planta baja del ala del mediodía, en las llamadas Bóvedas de Tiziano, se reunió un conjunto singular de treinta y ocho lienzos, con las Poesías encargadas por Felipe II a Tiziano, reunidas ahora con la Bacanal y algunas otras pinturas del veneciano, la Eva de Durero, las Tres Gracias de Rubens y algunas más de Jordaens, Ribera y Tintoretto cuyo denominador común era la presencia femenina, en su mayor parte con desnudos. Para completar esta serie de remodelaciones partió Velázquez a Italia en 1648, con el encargo de comprar estatuas y contratar a un especialista en pintura al fresco, encargo que finalmente recayó en Angelo Michele Colonna y Agostino Mitelli. Entre tanto se continuó trabajando en el Alcázar y así, por ejemplo, en 1649 a Francisco Camilo se le encargaron una serie de escenas de las Metamorfosis de Ovidio que no contentaron al rey.
Dentro del patrocinio cortesano han de considerarse también los decorados escenográficos. Para las representaciones teatrales del Buen Retiro se trajo a los ingenieros italianos Cosme Lotti y Biaccio del Bianco, que introdujeron las tramoyas y los juegos de mutaciones toscanas. Francisco Rizi fue durante muchos años el director de los teatros reales y se conservan algunos de los dibujos de sus telones, en los que participaron también otros artistas, como el granadino José de Cieza, pintor de perspectivas, que obtendría por ello el codiciado título de pintor del rey.
Las decoraciones efímeras de fachadas y arcos triunfales en ocasiones festivas, patrocinadas por los ayuntamientos o por los gremios, constituyeron otra fuente de encargos de pintura principalmente profana. Especialmente famosas fueron, por los testimonios literarios y algunas estampas que de ellas se han conservado, las entradas en Madrid de Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV, y de las dos esposas de Carlos IIMaría Luisa de Orleáns y Mariana de Neoburgo, en las que participaron artistas del relieve de Claudio Coello.
En cuanto a la clientela privada es difícil hacer generalizaciones a la vista de los datos disponibles. Podría decirse que la nobleza, en términos generales, se mostró poco sensible al arte, concentrando sus esfuerzos en la dotación de capillas privadas. Pero algunos miembros de la alta nobleza, especialmente los más cercanos al rey y quienes desempeñaron tareas de gobierno en Italia y Flandes, reunieron grandes colecciones y, en ocasiones, caso de los virreyes de Nápoles con Ribera o de Olivares con Alonso Cano, actuaron como auténticos mecenas. Entre ellos se encontraban «algunos de los más ávidos coleccionistas de Europa». Para la primera mitad del siglo Carducho mencionaba veinte importantes colecciones madrileñas entre las que destacaban las del marqués de Leganés, con predilección por la pintura flamenca, y la de Juan Alfonso Enríquez de Cabrera, almirante de Castilla, que habiendo recibido de su madre, Vittoria Colonna, una importante colección de obras devotas, la amplió con no pocas mitologías, con originales o copias de Rubens, Tiziano, Correggio o Tintoretto. Esta predilección por la pintura extranjera redujo sin duda los encargos a pintores españoles, pero ha de tenerse en cuenta que muchas obras figuraban en los inventarios sin nombre de autor y, cuando lo llevaban, no siempre se trataba de originales. Gaspar Méndez de Haro, marqués del Carpio, con una impresionante colección de más de dos mil piezas, entre las que destacaba la Venus del espejo de Velázquez, contaba también con obras de Juan van der Hamen y Angelo Nardi, junto con otras de pintores de segunda fila como Gabriel Terrazas y Juan de Toledo, además de copias de Rubens, Tiziano y el propio Velázquez hechas por Juan Bautista Martínez del Mazo. En la colección de los duques de Benavente, donde no faltaba pintura flamenca e italiana, el núcleo lo constituían las pinturas de Murillo, cerca de cuarenta. Excepcional era la colección del nuevo almirante, Juan Gaspar Enríquez de Cabrera, protector de Juan de Alfaro, por la ordenación casi museística de sus fondos. Sus cuadros se distribuían en salas temáticas dedicadas a los países, los bodegones y las marinas, al lado de otras consagradas a los grandes maestros : Rubens, Rafael, Bassano, Ribera y Pedro de Orrente, cada uno con su propia pieza separada. Otra más se dedicaba a los eminentes españoles, donde colgaba el Sueño del caballero de Pereda junto a obras de Antolínez y Carreño.
Tampoco pueden extraerse conclusiones generales en lo que se refiere a otras clases sociales, ante la ausencia de estudios globales. Siendo común la posesión de pinturas como parte del ajuar doméstico, podría resultar exagerado en muchos casos hablar de auténtico coleccionismo. Los inventarios toledanos de la segunda mitad del siglo conservados, algo más de doscientos ochenta, con 13.555 pinturas, podrían dar pistas sobre el género de pinturas que se conservaban en las casas: 5866 (43,92%) de asunto religioso por 6424 de asunto profano (48%, resto sin especificar), ocupando los primeros lugares los países y los temas alegóricos. El porcentaje de pintura religiosa era mayor cuanto más se descendía en la escala social, llegando a representar el 52,83% entre los artífices y oficiales, por sólo un 33% de pintura profana. En el extremo opuesto, las colecciones de pintura de los canónigos de la catedral, con 62 cuadros de promedio, estaban formadas por un 59% de asuntos profanos frente a un 37% de asuntos religiosos. La variedad, con todo, era enorme, y se pueden encontrar desde colecciones formadas exclusivamente por pinturas religiosas hasta otras, como la un desconocido llamado Antonio González Cardeña, que tenía en Madrid en 1651 algo más de cincuenta pinturas entre las que no había ninguna de Jesús ni de la Virgen, pero sí catorce de «unos payses y apóstoles», un Paraíso terrenal, diez naturalezas muertas, un bodegón de Snyders (la única de la que se daba nombre de autor), seis lienzos de asuntos de historia y batallas, una marina, seis perspectivas con historias no especificadas, un número indeterminado de «liencecitos de flores», unas «gladiadoras», otro de «una mujer desnuda y un mozo tocando el órgano», dos del rapto de Helena, otro del rapto de Europa y uno más de Neptuno.

Los pintores y su consideración social


José AntolínezEl pintor pobrecirca 1670, óleo sobre lienzo, 201 cm x 125 cm, Munich, Alte Pinakothek. Junto a los grandes maestros, que obtenían encargos de la iglesia o de la corte, una pléyade de artistas menores se ganaban malamente la vida produciendo casi en serie pinturas de todo género, que ellos mismo se encargaban de vender en sus tiendas o en la venta ambulante.

Alonso CanoDescenso al Limbo, hacia 1646-1652, óleo sobre lienzo, 169 x 120 cm. Los Ángeles, County Museum. «A pesar de que es obvio que debió de estudiar un modelo directamente del natural, según la costumbre del siglo XVII, el sentido de la belleza no le falló al artista, que convirtió a esta Eva en una de las figuras más encantadoras del arte español.» Harold E. Wethey.

Claudio CoelloTriunfo de San Agustín,1664, óleo sobre lienzo, 271 cm x 203 cm, Museo del Prado; la pintura religiosa del pleno barroco se puso al servicio de la Iglesia triunfante.
Otra circunstancia que debe tenerse en cuenta es la escasa consideración social en que se tenía a los artistas, al ser considerada la pintura como un oficio mecánico, y como tal sujeto a las cargas económicas y exclusión de honores que pesaban sobre los menospreciados oficios bajos y serviles, prejuicios que sólo serían superados en el siglo XVIII. A lo largo de todo el XVII los pintores lucharon por ver reconocido su oficio como arte liberal. Fueron célebres los pleitos por evitar el pago de la alcabala. Los esfuerzos de Velázquez por ser admitido en la Orden de Santiago buscaban también ese reconocimiento social. Muchos tratados teóricos de esta época, además de proporcionar datos biográficos sobre los artistas, representaban un esfuerzo por dar mayor dignidad a la profesión. Entre los tratadistas estuvieron Francisco PachecoVicente Carducho y el aragonés Jusepe Martínez, defensores en lo formal de los valores y la estética del clasicismo, con una tendencia hacia el idealismo mayor de la que se aprecia en las obras realmente producidas, muy influidas por el naturalismo tenebrista.
Los gremios, en ocasiones dominados por los doradores, y los talleres donde se formaban los artistas, sin embargo, actuaron muchas veces en sentido contrario. También era contraria a la dignidad de la pintura, a juicio de Palomino, la costumbre de los pintores modestos de tener tienda abierta como era usual entre los artesanos. La iniciación profesional, muy temprana, no favorecía la formación intelectual, siendo pocos los artistas que mostraron una genuina preocupación cultural. Entre las excepciones, Francisco Pacheco, el maestro de Velázquez, buscó siempre rodearse de intelectuales con los que se carteaba. También Diego Valentín Díaz en Valladolid tenía una biblioteca de 576 volúmenes (145 Velázquez), pero algunas otras bibliotecas eran francamente modestas e incluso podían no disponer de ningún libro. Caso extremo era el de Antonio de Pereda, quien según Palomino era analfabeto aunque le gustaba hacerse leer libros.26
Tras el Concilio de Trento la iglesia trató de imponer normas morales más rígidas en cuestiones de sexualidad. Se publicaron algunos tratados que en defensa de la castidad reprobaban pintar desnudos, encabezados por la extensa Primera parte de las excelencias de la virtud de la castidad de fray José de Jesús María, editada en 1601. Buscando obtener su prohibición se publicó anónimamente en Madrid en 1632 la Copia de los pareceres y censuras (...) sobre el abuso de las figuras, y pinturas lascivas y deshonestas; en que se muestra que es pecado mortal pintarlas, esculpirlas, y tenerlas patentes donde sean vistas. Algunos de los teólogos consultados, sin embargo, no se mostraban igual de intransigentes, recordando que los desnudos eran utilizados también en la iglesia para la pintura de Adán y Eva y otros santos y mártires. Contrario también a los desnudos en pintura, fray Juan de Rojas y Auxá se vio obligado a reconocer su abundancia en la colección real, proponiendo como remedio cubrirlos con velos cuando hubiese damas delante. Estos prejuicios ante el desnudo se trasladaron a los pintores incidiendo en su formación. Así Francisco Pacheco, que se decía censor de las pinturas sagradas en su decencia y culto, aconsejaba imitar cabezas y manos del natural y estudiar el resto a través de estampas y de estatuas. Sin embargo, mediado el siglo se generalizaron las academias, que fomentaban el estudio con modelo vivo, siempre masculino. Un testimonio gráfico de ellas dejó José García Hidalgo en sus Principios para estudiar el nobilísimo arte de la pintura (1693), no obstante hacerse él mismo eco de iguales prejuicios.

Los géneros

Pintura religiosa

Para Francisco Pacheco el fin principal de la pintura era persuadir a los hombres a la piedad y llevarlos a Dios. De ahí el aspecto realista que adoptará la pintura religiosa de la primera mitad del siglo y la rápida aceptación de las corrientes naturalistas, al permitir al fiel sentirse formando parte del hecho representado.
El lugar privilegiado es el retablo mayor de los templos, pero abundan también las obras para la devoción particular y proliferan los retablos menores, en capillas y naves laterales. A semejanza del retablo de El Escorial, divididos en calles y cuerpos, suelen ser mixtos, de pintura y escultura. En la segunda mitad del siglo, y a la vez que se imponen los grandes retablos de orden gigante, se produce una tendencia a eliminar las escenas múltiples y a dar un desarrollo más amplio al episodio central. Es el momento glorioso de la gran pintura religiosa, antes de que, ya a finales del siglo, quede frecuentemente relegada al ático, siendo el cuerpo principal del retablo obra de madera y talla. En esta etapa del pleno barroco, a la vez que bajo la influencia de Luca Giordano, presente en España, se pintan al fresco espectaculares rompimientos de gloria en las bóvedas de las iglesias, se harán corrientes las representaciones triunfales (Apoteosis de San Hermenegildo de Francisco Herrera el MozoSan Agustín de Claudio Coello, ambas en el Museo del Prado) en composiciones dominadas por las líneas diagonales y desbordantes de vitalidad.
Las imágenes de los santos de mayor devoción proliferan en todos los tamaños y son frecuentes las repeticiones dentro de un mismo taller. Los santos preferidos –además de los recientemente canonizados como Santa Teresa de JesúsSan Ignacio de Loyola o San Isidro- lo son por su vinculación con alguno de los aspectos en los que mayor insistencia pone la Contrarreforma : la penitencia, ilustrada por las imágenes de San Pedro en lágrimas, la MagdalenaSan Jerónimo y otros santos penitentes. La caridad, a través de la limosna (Santo Tomás de Villanueva) o la atención a los enfermos (San Juan de DiosSanta Isabel de Hungría), junto con algunos mártires como testigos de la fe.
El culto a la Virgen, como el culto a San José (fomentado por Santa Teresa) aumenta en la misma medida en que será combatido por los protestantes. Motivo iconográfico característicamente español será el de la Inmaculada, con todo el país, encabezado por los monarcas, empeñado por voto en la defensa de ese dogma aún no definido por el Papa. Por razones semejantes la adoración a la Eucaristía y las representaciones eucarísticas cobran creciente importancia (Claudio Coello, Adoración de la Sagrada Forma de El Escorial). Los temas evangélicos, muy abundantes, frecuentemente serán tratados con la misma idea de combatir la herejía protestante : la Última Cena refleja el momento de la consagración eucarística; los milagros de Cristo harán referencia a las obras de misericordia (así, la serie de pinturas de Murillo para el Hospital de la Caridad de Sevilla). Por el contrario, son escasas las representaciones del Antiguo Testamento, dadas las reservas que su lectura ofrecía a los católicos, y los temas elegidos lo son en tanto que se interpretan como anuncios de la venida de Cristo o son modelos de ella (así el Sacrificio de Isaac, con un significado analógico al de la pasión de Cristo).

Los géneros profanos

Se desarrollaron en España otros géneros, además con unas características propias que permiten hablar de una Escuela Española: el bodegón y el retrato. La expresión «pintura de bodegón» aparece ya documentada en 1599. El austero bodegón español es diferente de las suntuosas «mesas de cocina» flamencas; a partir de la obra de Sánchez Cotán quedó definido como un género de composiciones sencillas, geométricas, de líneas duras, e iluminación tenebrista.

Juan de EspinosaBodegón de uvas, manzanas y ciruelas1630, óleo sobre lienzo, 76 × 59 cm, Museo del Prado; ejemplo de bodegón típico español de la primera mitad del siglo.
Se alcanzó tal éxito que muchos artistas siguieron a Sánchez Cotán: Felipe RamírezAlejandro de Loarte, el pintor cortesano Juan van der Hamen y LeónJuan Fernández, el LabradorJuan de EspinosaFrancisco BarreraAntonio PonceFrancisco PalaciosFrancisco de Burgos Mantilla y otros. También la escuela sevillana contribuyó a definir las características del bodegón español, con Velázquez y Zurbarán a la cabeza. Este bodegón característico español, no exento de influencias italianas y flamencas, vio transformado su carácter a partir de la mitad del siglo, cuando la influencia flamenca hizo que las representaciones fueran más suntuosas y complejas, hasta teatrales, con contenidos alegóricos. Los cuadros de flores de Juan de Arellanoo las vanitas de Antonio de Pereda o Valdés Leal son el resultado de esta influencia foránea sobre lo que hasta entonces era un género marcado por la sobriedad.
Por el contrario, la pintura de costumbres o degénero, a la que los tratadistas se referían propiamente como pintura de bodegón, distinta de la pintura de flores y de frutas, a pesar de la atención que le dedicó Velázquez, apenas tuvo cultivadores. Descalificada agriamente por Carducho, únicamente se pueden mencionar alguna obra de Loarte y el conjunto de lienzos que se han venido atribuyendo a Puga, hasta que ya a mediados de siglo y con destino al mercado nórdico Murillo recoja una imagen del vivir callejero en sus escenas de niños mendigos y pilluelos. 
Por lo que se refiere al retrato, se consolidó una forma de retratar propia de la Escuela Española, muy alejada de la pompa cortesana del resto de Europa; en esta consolidación resultará decisiva la figura del Greco. El retrato español hunde sus raíces, por un lado, en la escuela italiana (Tiziano) y por otro en la pintura hispano-flamenca de Antonio Moro y Sánchez Coello. Las composiciones son sencillas, sin apenas adornos, transmitiendo la intensa humanidad y dignidad del retratado; éste, a diferencia de lo que es general en la Contrarreformano forzosamente resulta alguien de gran importancia social, pues lo mismo se retrata a un rey que a un niño mendigo. Puede verse un ejemplo en el notable El pie varo, también llamado El patizambo que José de Ribera pintó en 1642. Se distingue de los retratos de otras escuelas por esa austeridad, el mostrar descarnadamente el alma del representado, cierto escepticismo y fatalismo ante la vida, y todo ello en un estilo naturalista a la hora de captar los rasgos del modelo, alejado del clasicismo que paradójicamente defendían por lo general los teóricos. Como es propio de la Contrarreforma, predomina lo real frente a lo ideal. El retrato español, así consolidado en el siglo XVII con los magníficos ejemplos de Velázquez, pero también con los retratos de Ribera, Juan Ribalta o Zurbarán, mantuvo estas características hasta la obra de Goya.

Diego VelázquezEl bufón don Sebastián de Morra, h. 1645, óleo sobre lienzo, 106,5 × 81,5 cm. Museo del Prado; retrato español del siglo XVII, realista, austero, sin ornamentaciones.
En menor medida, pueden encontrarse temas históricos y mitológicos, de los que algunos ejemplos han sido señalados ya a propósito del coleccionismo. En cualquier caso, si se compara con el siglo XVI, hubo un aumento notable de pinturas mitológicas, al no ir destinadas exclusivamente a las residencias reales y establecerse una producción de lienzos independientes que, lógicamente, estaban al alcance de un mayor público y permitían una variedad iconográfica mayor.  El paisaje, lo que se conocía como pintura «de países», como el bodegón, fue considerado un tema menor por los tratadistas, que colocaban la representación de la figura humana en la cima de la figuración artística. En sus Diálogos de la pintura, Carducho consideraba que los paisajes serían, como mucho, adecuados para una casa de campo o lugar de retiro ocioso, pero que siempre serían más valiosos si se enriquecían con alguna historia sacra o profana. Del mismo tenor son las palabras de Pacheco en su Arte de la pintura, que recordando los paisajes que hacen artistas extranjeros (menciona a BrillMuziano y Cesare Arbasia, que había decorado con frescos el palacio del marqués de Santa Cruz) admite que «es parte en la pintura que no se debe despreciar», pero sigue la tradición al advertir que son asuntos «de poca gloria y estimación entre los antiguos». Los inventarios post mortem revelan, sin embargo, que fue un género muy estimado por los coleccionistas, aunque al ser raro que en ellos se diesen los nombres de los autores no es posible saber cuántos fueron producidos por artistas españoles y cuántos fueron importados. A diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con la pintura holandesa, en España no hubo auténticos especialistas en el género, a excepción, quizá, del guipuzcoano Ignacio de Iriarte, aunque algunos pintores como Francisco Collantes y Benito Manuel Agüero en Madrid son conocidos por sus paisajes con o sin figuras, género en el que también las fuentes mencionan con elogio al cordobés Antonio del Castillo.

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